sábado, 1 de septiembre de 2018

El del bigote nos abre la pequeña puerta para peatones, se hace a un lado para apartarse del todo, y pasamos. Sé que mientras avanzamos, estos dos hombres -a quienes aún no se les permite tocar a las mujeres- nos observan. Con la mirada sí nos tocan, en cambio, y yo muevo un poco las caderas y siento el balanceo de la amplia falda. Es como burlarse de alguien desde el otro lado de la valla, o provocar a un perro con un hueso poniéndoselo fuera del alcance, y enseguida me avergüenzo de mi conducta, porque nada de esto es culpa de esos hombres, que son demasiado jóvenes.
Pronto descubro que en realidad no me avergüenzo. Disfruto con el poder: el poder de un hueso, que no hace nada pero está ahí. Abrigo la esperanza de que lo pasen mal mirándonos y tengan que frotarse contra las barreras, subrepticiamente. Y que luego, por la noche, sufran en los camastros del regimiento. Ahora no tienen ningún desahogo a excepción de sus propios cuerpos, y eso es un sacrilegio. Ya no hay revistas, ni películas, ni ningún sustituto; sólo yo y mi sombra alejándonos de los dos hombres, que se cuadran junto a la barrera mientras observan nuestras figuras en retirada.

El cuento de la criada-Margaret Atwood.

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