martes, 22 de enero de 2013

Raro, increíble; jamás había sido tan feliz. Nada podía ser lo bastante lento; nada podía durar demasiado. No había placer que pudiera igualar, pensó mientras rectificaba la posición de los sillones, empujaba un libro adentrándolo en la estantería, este haber terminado con los placeres de la juventud, este haberse perdido en el proceso de vivir, haber hallado el proceso de vivir, con un estremecimiento delicioso, mientras el sol nacía, el día moría. Muchas veces había salido en Bourton, mientras todos hablaban, a contemplar el cielo; o se había fijado en él, visto por entre los hombros de la gente, durante la cena; y lo había contemplado en Londres, cuando no podía dormir. Se acercó a la ventana.
Por loca que la idea pareciera, algo de ella contenía aquel cielo de su tierra, aquel cielo sobre Westminster. Entreabrió las cortinas: miró. ¡Oh! ¡Qué sorpresa! ¡Desde la estancia frontera, la vieja dama la miraba rectamente! Se disponía a acostarse. (...) Era fascinante contemplarla, yendo de un lado para otro, contemplar a la anciana cruzando el cuarto, acercándose a la ventana. ¿Podía la anciana verla a ella? Era fascinante, con gente todavía riendo y gritando en el salón, contemplar cómo aquella vieja, tan serenamente, se disponía a acostarse sola. Ahora empujó la persiana. El reloj comenzó a sonar. (...)

La señora Dalloway- Virginia Woolf.

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