jueves, 17 de abril de 2014

Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía, porque me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario veintitrés años después del drama.
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La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor para disimular la otra desventura, la verdadera, que le abrasaba las entrañas. Nadie hubiera sospechado siquiera, hasta que ella se decidió a contármelo, que Bayardo San Román estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia. "De pronto, cuando mamá empezó a pegarme, empecé a acordarme de él", me dijo. Los puñetazos le dolían menos porque sabía que eran por él. Siguió pensando en él con un cierto asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el sofá del comedor.
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Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y el amor son pasiones recíprocas. Cuantas más cartas mandaba más encendía las brasas de su fiebre, pero más calentaba también el rencor contra su madre.

Crónica de una muerte anunciada-Gabriel García Márquez.

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