martes, 22 de noviembre de 2016

Todo está tan lejos y tan cerca. Una simple pared fina como un espejo separa el mundo de hoy del mundo de ayer. No hablo de la nostalgia. Esa pena desamparada nunca me causó placer. Hablo de sustancia, de sensaciones, de la parte más lógica de mi vida.
Algo me fue dado, algo me fue quitado. Lo que está definitivamente ausente de mi infancia: haber tenido un padre, haber crecido al lado de él en la dulzura del hogar familiar. Sin nostalgia y sin extraordinaria ilusión sé que esto me faltó. Cuando un hombre, día tras día, mira cambiar la luz en el rostro de la mujer que ama, cuando espía cada resplandor furtivo de su hijo. Todo esto, que jamás ningún retrato ni ninguna foto podrá captar.
Pero me acuerdo de todo lo que recibí cuando llegué por primera vez a África: una libertad tan intensa que me quemaba, me embriagaba y la gozaba hasta el dolor.
No quiero hablar de exotismo; los niños son absolutamente ajenos a este vicio. No porque vean a través de los seres y de las cosas, sino porque, justamente, sólo ven eso: un árbol, un hueco en la tierra, una colonia de hormigas constructoras, una banda de chicos turbulentos en busca de un juego, un viejo de ojos nublados que tiende una mano descarnada, una calle en un pueblo africano un día de mercado, eran todas las calles de todos los pueblos, todos los chicos, todos los árboles y todas las hormigas. Ese tesoro está siempre vivo en el fondo de mí y no puede ser extirpado. Mucho más que de simples recuerdos, está hecho de certezas.

El africano-J.M.G. Le Clézio.

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